Celebraciones
Por Angel Maldonado Acevedo

Muchos de los que estuvimos presente no vimos a Iris Chacón aquella noche en que culminaron unas de las más pintorescas Fiestas Patronales de principio de los años setenta. Yo había viajado desde Camp Radley acompañando a Thomas en su Volky verde que saltaba como un pitirre alegre por las lomas de Río Arriba. Temprano en la tarde habíamos terminado nuestros compromisos como instructores y nos disponíamos a participar de uno de los eventos del año en mi pueblo. Por el camino recogimos a un par de compañeros y nos fuimos a las casas de nuestras familias para prepararnos para la noche grande cuando sería el debut de Iris Chacón en nuestra plaza pública. Era el tema que escuchábamos en cada una de nuestras paradas. Ya de antemano se anunciaban protestas del párroco, de las Hijas de María y las Devotas de la Divina Providencia. El alcalde, como queriéndose alejar de las disputas que él mismo había contribuido a formar, había salido aquella mañana temprano a resolver problemas en la ciudad capital. Desde las primeras horas del día final de las fiestas patronales se anunciaron piquetes, toques de campana y misas solemnes para combatir la gran irreverencia que resultaba ser el haber contratado a Iris Chacón para amenizar las Fiestas de una de las ciudades más católicas de Puerto Rico y de todo el mundo cristiano. Los devotos más radicales proponían la excomunión de aquellos feligreses que como miembros del Comité de Fiestas Patronales habían dado su apoyo a la contratación de La vedette de América. Hasta se hablaba de formar hasta un nuevo partido político que al asumir el poder se rigiera por estrictas normas de ética cristiana. El anuncio del espectáculo de la Chacón había sacado a la luz sinsabores y conflictos remotamente sumergidos en el alma de algunos líderes pueblerinos. Por un lado se reavivaban viejas rencillas y por otro lado surgían como por magia defensores de los derechos del pueblo a disfrutar a su antojo de cuantos placeres quisiera. La democracia vivía uno de sus mejores momentos en aquellos días del Viví. La disputa, si no logró su propósito de excomulgar al alcalde y sus allegados, promovió una movilización masiva de compueblanos y visitantes de muchos pueblos de la isla que no se iban a perder la oportunidad única de ver a la Chacón ejecutando como una malabarista sus eróticas contorsiones en la enorme tarima que para esos propósitos se había creado al frente de la iglesia, además de la posibilidad de ver a un intransigente párroco expresando sus anunciadas protestas. La controversia logró echarle más leña al fuego y fueron muchos los que madrugaron para tomar sus lugares preferidos lo más cerca posible al templete, dejando atrás otras responsabilidades del hogar y del empleo. Los negocios, por supuesto, aumentaron sus ventas dramáticamente. No dieron abasto los kioskos de pop corn , ni las cervezas en las tabernas ambulantes. Las farmacias tuvieron que improvisar cervecerías clandestinas y las fritoleras tuvieron que duplicar sus existencias para afrontar la multitud que se reunía en la plaza y sus alrededores devorando con ansiedad las horas de espera, asumiendo con orgullo la ocupación de los espacios tan privilegiados que marcaban con paraguas, cajas de cartón y cuanto objeto les sirviera para salvaguardar la conquista que consideraban un derecho irrenunciable.

A las cinco de la tarde la ciudad estaba ocupada por el gentío. Ya no se permitía el acceso de vehículos al área urbana y los que iban llegando después de esa hora tenían que estacionarse muy en las afueras, por allá por el área de los cementerios y en los recovecos de caminos municipales y solares baldíos de los barrios más distantes. Era imposible caminar por las calles centrales. La inmovilidad producía nerviosidad y hacía brotar rencores y desesperación, pero nadie abandonaba el territorio que había hecho suyo para disfrutar del espectáculo del siglo. El párroco protestó en la estación de radio local porque se había bloqueado la entrada a la iglesia pero aparentemente muy pocos le hicieron caso. Una asamblea de última hora de pastores y sacerdotes no pudo convencer a las autoridades para que cancelaran la actividad. La atención de todos estaba dirigida hacia los lugares de la ciudad que permitieran una visión del escenario. Los más pudientes y los que tenían mejores relaciones con el vecindario de la parte central se ubicaban en balcones y marquesinas cuyo alquiler se compartían familias completas.

Muchos de los que trabajamos ese día hasta avanzada la tarde nos perdimos el Show de Iris Chacón en persona por las circunstancias que ya he explicado. Nos tuvimos que conformar con andar y desandar en la periferia del pueblo y recoger retazos de los rumores que llegaban desde el lugar de la acción hasta los bares que nos servían de consuelo y donde apagábamos nuestras congojas por no poder haber llegado al lugar a donde todos querían estar.

Yo fui uno de los que hizo todo lo posible por llegar. Mi amigo Thomas Carson, un atrevido Hill Billy de West Virginia y yo lo intentamos por la vía principal y al no tener éxito lo intentamos desde la parte alta del pueblo, tratando de ganar acceso por los vericuetos de Cumbre Alta, el Ensanche y los altos de Cuba; más adelante lo hicimos por las orillas enmalezadas y cenagosas del Río Viví, pero nuestra estrategia resultaba cada vez en un fracaso. Así nos veíamos obligados a regresar a nuestros puntos de partida: los bares de la periferia donde los menos afortunados jugaban billar en espera de las noticias que llegaban del centro de la ciudad.

Allí las frustradas esperas y los resentimientos se fueron apoderando de la noche. El alcohol fue matando las frustraciones, pero también las osadías. A la hora que se suponía comenzara el espectáculo que miles de privilegiados disfrutaban, los más desafortunados teníamos la certeza de que habíamos borrado para siempre una parte de nuestras vidas. Cada rumor que llegaba ahondaba nuestra frustración y la desesperanza de haber sido olvidados para siempre en una isla solitaria. La noche se nos convirtió en un laberinto inexpugnable. Su oscuridad fue tejiendo trampas a nuestro alrededor, nos incapacitó para distinguir el paso más mínimo. Dábamos tumbos por la madrugada como autómatas. Resignados tratamos de regresar a nuestros hogares cuando ya nuestra derrota no tenía remedio, pero se nos hacía imposible encontrar las rutas del regreso. Thomas y yo teníamos que trabajar a las siete de la mañana y habíamos acordado regresar a Camp Radley tan pronto terminara el espectáculo de Iris Chacón, pero no pudimos encontrarnos en toda la noche.

No recuerdo cuántos días tardé en volver a mi trabajo. En cuanto a la disputa por la escenificación del atrevido espectáculo más adelante supe que todo había vuelto a la calma en el pueblo. Nadie fue excomulgado de la iglesia y los padres capuchinos continuaron con su misión evangelizadora como si nada hubiera ocurrido. Fue la primera y única vez que la Chacón actuó en mi pueblo. En años posteriores contrataron otras vedettes y hubo amagos de protestas y divisiones entre el poder civil y la iglesia, pero no tuvieron mayores consecuencias que algunos chismes en la plaza. A mí me dejó un trauma permanente como el que causan los engaños a los niños. Desde ese día no he vuelto a asistir a las Fiestas Patronales en mi pueblo no importa la calidad de los espectáculos y del renombre de los artistas que presenten. La noche que no pude ver a Iris Chacón mató mi adolescencia, algo que no he podido superar y apenas olvidar. En cuanto a mi amigo Thomas Carson, nunca más lo volví a ver después del Show de Iris Chacón, tampoco a su Volky verde, que era como otro traje natural del inquieto amigo de los Apalaches. Al parecer ambos se perdieron para siempre en las fronteras de aquella locura que produjo la noche que no pude ver a Iris Chacón.

Nota: Relato del libro inédito Matar el Cabro y otras celebraciones de Angel Maldonado Acevedo

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