Concierto para violín
Por: Angel Maldonado Acevedo

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El Paganini era otro, pero don Emilio Laurel era el único violinista que amenizaba el inicio de nuestras fiestas que en las altas horas de la madrugada asumían tempestades sinfónicas. A don Emilio le controlábamos el buche de manera que las cuerdas de su violín no desafinaran más de lo permitido. Si acaso una o dos cervezas y todo el asopao de pollo que quisiera. De todos modos don Emilio no era bebedor, pero sí era hablador y cada uno de sus chistes e historias le restaba moméntum y notas al Concierto de Violín al que nos tenía acostumbrado cada viernes.

Don Emilio iba improvisando el programa a su antojo y preferencias personales: danzas de Colomer, alguna fuga de Bach y los boleros de Monrozeau, su compadre arecibeño. A fines de los años cincuenta había comenzado a escribir su obra magna Raquelo el de Bubao, picaresca local, montada sobre chistes suyos y los muchos que había escuchado cuando era primer violinista de la orquesta del Doctor Hernáiz. La obra crecía con los años y ya a fines de los años sesenta, cuando le escuchamos hablar de su obra maestra todos conocían las peripecias de Raquelo aunque nadie hubiera leído una sola página. Los intermedios de los conciertos de violín que ejecutaba para esa época le resultaban momentos oportunos para comunicarnos las peripecias de su célebre personaje inédito. Entre notas de violín y ginebra con toronja se dejaban ir las tardes de los viernes que eran una invitación del poeta Guillermo para todos aquellos que pagaran el portazgo que el bardo de Las Marías había impuesto a uno de los contertulios para cobrar deudas atrasadas, pero que se había extendido como una práctica razonable para todos los que asistíamos a los conciertos de Don Emilio con las notables excepciones que mencionaré más adelante. De esta manera el anfitrión, que gustaba tanto de la música y de los cuentos del mejor violinista del pueblo, dejaba de ser el paganini de otros tiempos por virtud de una sencilla pero honesta práctica democrática de no participar si no aportabas. Por aquellos días Jovino Castellanos, letrado de vieja capa y juicioso ensayista, comenzaba su antología de poetas locales y preparaba un enjundioso ensayo crítico sobre las principales voces poéticas del Viví. Realizaba su trabajo en tardes y noches, en los espacios que le robaba a su oficina de abogado y a su otra vocación de bohemio pueblerino y pequeño agricultor. Su obra, la que conocíamos por sus propias referencias, era uno de los temas de las tertulias y se aseguraba que habría competir por el primer premio del Instituto de Literatura tan pronto saliera publicada. Por aquellos días comenzaban los acercamientos del licenciado con las principales editoriales del país con miras a ver publicada su magna obra literaria.

Otro que se acercaba en esos tiempos, era Juan de la Cima, antiguo periodista en El Imparcial y cuya segunda novela, una historia de amor desgraciado esperaba una recepción crítica de más alcance e impacto que los elogios que el grupo de amigos en obvia condescendencia a nuestro mejor novelista pueblerino contemporáneo, le hacíamos en las tertulias de los viernes. De la Cima rebozaba de proyectos dramáticos, largas historias a lo Víctor Hugo y una asombrosa admiración por Hemingway, cuyas novelas nunca supimos si verdaderamente había leído, pero que surgían de tarde, en las obligadas conversaciones sobre escritores favoritos e influencias literarias, sobre todo en aquellos años que ya comenzábamos a manosear los nombres de los escritores del "boom" literario hispanoamericano aunque tardaríamos algunos años más en leerlos.

Otros allegados a los conciertos de los viernes eran aprendices de poetas y bohemios, curiosos estudiantes universitarios, cazadores de chistes y aburridos maestros de escuela secundaria que aspiraban a ganar el refinamiento y la cultura que no habían podido conseguir en la universidad. Lo cierto es que allí aprendieron de música y de literatura, y todo al menor costo posible, pues la mayoría eran duchos en evitar el portazgo que el patrón había puesto como norma, pero que dejaba en entredicho ante la molestia de entrar en discordias por aquello de mantener al músico contento que al fin de cuentas era quien alegraría con su música las veladas. Otros a quienes se le perdonaba el portazgo eran a los distribuidores del periódico Claridad, al jefe del Partido y todo aquel que llevara puesta una camiseta con el emblema de Betances o el Che Guevarra. Se reconocía que eran los perseguidos del sistema y sus pocos recursos debían dedicárselos a la patria y no a las bebelatas decadentistas de bohemios enajenados como ellos mismos calificaban los conciertos de violín, cuando para purgar sus penas por permitirse el acceso a los placeres tan poco edificantes, se enfrentaban a los círculos de estudios políticos y a las purificantes sesiones de autocrítica. De entre estos, uno que otro, surgieron los ojos y las mentes que servían de cronistas a los agentes de la división de inteligencia de la policía y que, muchos años después lo supimos, convertían por virtud de sus crónicas secretas y alucinantes la bohemia en actividad conspiratoria y las lecturas de poesía en discursos políticos anticipatorios de mentes febriles dispuestas a la pronta acción política en contra del sistema. Es una lástima que las crónicas de aquellos conciertos de violín existan solamente transformadas por las fuerzas oscuras que a lo largo de todo el siglo hayan querido escribir a su manera la historia, aún en sus episodios más íntimos e insignificantes como lo pudiera ser una tertulia de amigos un viernes por la tarde. Pero eso son asuntos que supimos mucho después cuando se destapó el gran engendro de las carpetas y supimos para nuestro asombro que los conciertos de violín, las lecturas de poesía, eran una cortina detrás de la cual se escondían otros propósitos, como adoctrinar en tareas revolucionarias, ensayar la práctica de poner bombas y mandarle chavos al poeta Corretjer para que continuara sus tareas revolucionarias a lo largo de toda la isla. Tardamos muchos años en darnos cuenta de que la ingenuidad puede ser la materia con la cual se fabriquen las historias más disímiles y más sorprendentes y de que todos la crean como la verdad que rige nuestras vidas diarias. Pero en aquellos tiempos no pensábamos en eso. Creíamos en publicar nuestros libros, alimentar la imaginación con los chistes de don Emilio Laurel, recibir las lecciones de Guillermo sobre música clásica y leer con emoción la Canción de las Antillas de Lloréns Torres y El Llamado El de Luis Palés Matos. Deseábamos con vehemencia charlar sobre las novelas de Alejo Carpentier, sobre nuestro reciente descubrimiento de Borges y Cortázar, sobre los versos del Romancero Gitano de García Lorca.

Toda sospecha crea inusitadas dimensiones a los acontecimientos humanos. El convertir un concierto de violín en una actividad conspiratoria fue una de esas dimensiones que la vida nos enseñó. La sospecha tuvo muchos cómplices, alimentados por el desprecio, los prejuicios y las dudas honestas que cerraron puertas en los empleos y en los ascensos, que crearon obstáculos invencibles en nuestro paso, dudas que transformaron diálogos de cada día en silencios inexplicables y al final fueron una ley no escrita de matar los pájaros aunque hubiera que quemar el bosque. Pero ese fue el desenlace que no supimos en los años de fervor literario, cuando las notas del violín de don Emilio recorrían los mejores atardeceres de una adolescencia que se negaba a morir.

Hoy cada cual vive retirado con sus recuerdos y memorias. El violín de Laurel ya cesó su música hace muchos años. Los poemas se enseñan por algunos maestros como si fuera el cumplimiento de un castigo por haber seleccionado dicha profesión. Los libros de Lloréns hace tiempo que no se publican. Nuestras aspiraciones se fueron disolviendo en el olvido de un tiempo que resultó ser corrosivo y mareante. Ninguno de nosotros fue revolucionario, pero tampoco publicó alguna obra de genuino valor. La vida nos ha ido acomodando a su manera cada uno a su lugar. Los traidores de ayer hoy nos dicen buenos días con sus cabezas medio inclinadas como queriendo evitar a toda costa la referencia un pasado no tan remoto. Cada vez que escucho un concierto de Paganini, me digo que la vida debe ser un perdón porque a pesar de todos sus sinsabores gozamos del privilegio de la memoria capaz de derrotar toda distracción y la amistad que valió ayer, vale hoy y vale siempre.

NOTA: Del libro inédito Matar el Cabro y otras Celebraciones

 


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